EL ESPÍRITU CELTA

 


                                                                                                                                         01/12/16
                                                     EL ESPÍRITU CELTA                                             

            Aprovechando el tibio sol de otoño, te escribo desde el asentamiento celta de Castrolandín, aldea fortificada del final de la Edad de Hierro en la Galicia profunda, a mitad de camino entre Santiago y Pontevedra. Arqueológicamente recuperado hace poco, como otros cientos, este poblado forma parte de la denominada cultura castrenxe que se extendía entre los ríos Duero y Sella  y que se dio por terminada cuando los romanos decidieron anexionar también a su imperio el noroeste la Península Ibérica.

                        Algunas familias procedentes de cercanos castros sobrepoblados osaron afincarse en este otero aún a sabiendas de que el trabajo iba a ser brutal. Explanaron la cima de la colina y con el material extraído construyeron rudimentarios parapetos defensivos y un foso alrededor. Fortificaron la loma con una doble muralla circular usando la roca más abundante en la zona, la piedra caliza, la misma con la que levantaron sus redondas casas.

                        Cada choza tenía anexos un espacio oval para el grano y otro para el ganado,  con planta de piedra hasta media altura -que es lo que se ha conservado-, rematados con vigas de madera y una argamasa frágil de forma cilíndrica en los laterales y cónica en la techumbre de ramajes entretejidos, sujetado todo por un tronco central. En el interior, un rústico lar a ras de suelo para cocinar y calentar.

                        El motivo de establecerse  aquí precisamente, se puede adivinar todavía hoy. Un espacio en alto, desde el que se domina toda la región, fácilmente defendible, con el frondoso valle del río Gallo por delante y un caudaloso arroyo por detrás, franqueado de bosques de robles, castaños, nogales y, sobre todo, encinas. La harina de bellota era la base de su alimentación. Había abundante caza mayor, menor y pesca. Contaban ya con explotaciones auríferas, férreas y plúmbicas. Qué más se podía pedir.

                        En la época no existían ni por asomo la unidad política ni la homogeneidad cultural ni religiosa, lo que concedía a los castros una independencia y autonomía difícilmente imaginable en el actual mundo globalizado. Las endebles estructuras defensivas y la ausencia  de armas en las excavaciones, hacen pensar en unos habitantes pacíficos dedicados a la agricultura, la ganadería, la cantería, la minería, la metalurgia y algunos oficios más sofisticados y artísticos como la cerámica, la escultura y la joyería.

                        No hay edificios mejores que otros, ni tampoco templos ni cementerios y eso nos lleva a suponer una sociedad igualitaria, clanes muy poco jerarquizados y la ausencia de sacerdotes. Los ancianos eran la voz de la experiencia y en consecuencia sus opiniones eran sabias y respetadas. Que la transmisión fuera hablada permite especular mucho sobre los celtas, habiéndose llegado durante el romanticismo a inventar mitos y leyendas de los que a la gente le gusta oír y creer, con druidas, hadas y meigas de protagonistas, pero sin ninguna base científica.  

                        Pero no he venido por cuarto día consecutivo a sentarme en las murallas de estas ruinas para contarte su historia. No. Lo que quiero transmitirte son mis sensaciones desde que crucé la puerta de entrada por primera vez. Eso es lo realmente inquietante,  lo que me moviliza,  me excita y  hace meditar. El poblado está lejos de donde vivo. Qué fuerza magnética me atrae hacia aquí. Qué energía esotérica se apoderó de mí al entrar. Por qué me embarga esta emoción tan intensa desde que entré. Por qué tengo la sensación de haber estado antes aquí, de sentirme  familiarmente como en casa. Por qué percibo presencias y sin embargo no tengo miedo en este lugar alejado y solitario en mitad de la nada.

                        Quizás, las respuestas la sepan las únicas testigos que han sobrevivido milenios y siguen aquí a mi lado revoloteando, silenciosas y expectantes. Las aves, que la espiritualidad céltica relacionaba con el regreso de las almas de los muertos.


Comentarios

  1. Ya sabes Antonio, de mi atracción por los búhos, lechuzas y mochuelos, me cautivan y os doy a los/as amigos/as las buenas noches con alguna bonita fotografía de alguno de ellos. Para los celtas el BÚHO era un ave sagrada, una de las más RESPETADAS, la única eficaz contra los "MALEFICIOS." Para que su energía fluyera, tenían que estar cerca por voluntad propia, era una ofensa tener un ave enjaulada, disecada, utilizar plumas para decorar o adornar... si ésto no se cumplía no recibirían nada de su energía benéfica.
    Muchas gracias por tu relato y esperando el de la próxima semana. Un abrazo.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

SEGUNDAS OPORTUNIDADES

GRACIAS

LA COLECCIÓN