PONIENTE

                                                                                 

                                                                                                                                30/11/17.

PONIENTE

                        De verdad te lo digo. Puestos a elegir, prefiero el levante. Es más previsible, más evidente. El poniente es suavón y traicionero.

                        Aquel día apenas hacía viento. Como tantos otros, mi hija, mis nietos y yo llegamos a la playa, inflamos la barca con el motor del coche y acomodamos las toallas cerca de la orilla. Ella prefirió quedarse tomando el sol y yo remé como siempre hacia la boya amarilla que delimita la zona de baño. Me acompañaban confiados mis nietos de 5 y 4 años. Pese a que eran muy pequeñitos, era ya el tercer verano que repetíamos aquella operación que nos permitía bañarnos en aguas limpias, lejos del mundanal ruido.

                        Por el camino les cantaba canciones. Su favorita era El Barquito Chiquitito porque se la teatralizaba y les hacía mucha gracia. Empezaba cantando y remando muy lentamente, había..  una… vez… un barquito…chiquitito y, cuando menos lo esperaban, cambiaba  bruscamente el ritmo y cantaba y remaba rápidamente. Habíaunavezunbarquitochiquitito, habíaunavezunbarquitochiquitito, ja, ja, ja, y ellos soltaban una sincera carcajada de esas que a los abuelos, viejos lobos de mar como yo, nos conquistan y enternecen el alma. Abuelo, ahora La Pantera Rosa, y así llegábamos entretenidos a la boya.

                        Amarraba la barca y nos bañábamos. Mi nieto ya no quería manguitos y mi nieta, claro, intentaba no ponérselos tampoco pero la obligaba y le prometía que ya el verano próximo no se los pondría. Por suerte, ese día la puse a ella primero en el agua. Desde el mismo momento que la solté y vi la velocidad con que se alejaba, supe que la había cagado. En unos segundos la pequeña estaba a diez o doce metros del bote. Maldita sea, de dónde sale esta corriente si no hace viento, pensé.

                        Con el tono más convincente que pude, le dije a mi nieto que no se le ocurriera bañarse. Me tiré al agua, cogí a la peque con el brazo izquierdo y nadé con el derecho a contracorriente en dirección al bote. Avancé unos metros pero en cuanto paré de nadar para descansar, nos fuimos los dos como una flecha hacia levante. Repetí varias veces la operación y siempre terminaba aún más lejos ¡Qué agobio! Empecé a gritar y a gesticular en dirección a un yate de recreo que estaba anclado cerca, por fuera de la línea de boyas. Grité y grité hasta que me oyeron y empezaron a levar ancla, pero los movimientos en el mar son muy lentos y la velocidad que requería la situación era otra.

                        Mi hija desde la orilla se había percatado de que las maniobras que estaba realizando eran muy raras y  vino nadando para ver qué pasaba. Instinto de madre. Es increíble la capacidad que tiene el ser humano para reaccionar positivamente en esos momentos graves, de forma inconsciente, casi automática. Yo mismo me sorprendía tomando decisiones con una lucidez y una tranquilidad impropia de la circunstancia. Tenía incluso tiempo de pensar que se me caería el cielo encima si mi hija llegara sin que hubiera resuelto aquel entuerto.

                        Las maniobras del yate me parecían inacabables, eternas, de vez en cuando le urgía al patrón con más voces, pero no es fácil poner en movimiento un barco, cuando te estás bañando tranquilamente con tu familia y amigos. Las fuerzas se me agotaban cuando, de repente, de debajo de la boya emergió un submarinista que  no había visto acercarse. Al principio no parecía comprender lo que estaba pasando, pero mis voces de alarma lo pusieron rápidamente al corriente. Suelta la cuerda de la barca, por favor, suelta la cuerda.

                        Por fin lo hizo y el bote vino hasta mí en unos instantes, puse dentro a la niña, subí y le dije al capitán del yate -parecía ruso- que disculpara, que ya no hacía falta su ayuda y que muchas gracias. Aliviado, busqué al hombrerana con la vista para decirle lo agradecido que estaba  pero… había desaparecido. Era como si el mar se lo hubiera tragado, como si nunca hubiera existido. Ni rastro de él… o de ella.

                        Todavía tuve tiempo de respirar profundamente, normalizar las pulsaciones y cuando mi hija llegó le dije, como quien no quiere la cosa:

-No ha pasado nada, todo está bien.

                       


Comentarios

  1. Madre mía, Antonio que mal rato pasaste, uhhhhh

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  2. Precioso relato y angustioso a la vez. Me ha encantado 😊

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  3. Antonio!!!! Qué pesadilla, me imagino que hasta cuesta contarlo

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  4. Bello y angustiante relato...a veces nos encontramos "poniente" que nos llegan de esa forma que dices,suavones y traicioneros.Un abrazo amigo.

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