SEÑALES
22/10/16.
Íbamos paseando hacia el
mirador, rodeados de eucaliptos, algarrobos y pinos, cuando el maestro empezó a
contar al grupo aquella anécdota que yo desconocía, pese a que se refería a una persona muy próxima a mí. Sobre la marcha nos comentó que ella lo anunció con un par de años de antelación.
Cuando me vaya volveré a esta sala con forma de pájaro y vendré a saludaros
desde esa ventana. Al curso siguiente de su marcha, un pájaro negruzco estuvo
un buen rato picoteando el cristal de la
ventana. Nadie reaccionó, nos quedamos petrificados ante la extraña insistencia
de aquella avecilla. Cuando por fin se fue, continuamos meditando en silencio,
sin salir de nuestro estupor, asumiendo tácitamente el significado de aquella promesa confirmada.
Dos años después murió
otro ser muy querido y al poco tiempo estaba
preparando el desayuno cuando escuché un repicoteo en el ventanal del
salón. Salí de la cocina y vi un pajarillo con la cabeza, las alas y la cola negra y el buche blanco, golpeando insistentemente el cristal. Llevo más de treinta años viviendo en
este primer piso y solo he visto gorriones en la querida morera que da sombra a
mi casa. Algún jilguero, verdón o mirlo, pero esa especie, nunca.
Reconozco que las aves no son precisamente mis animales favoritos y reconozco también que al principio permanecí quieto, sorprendido, emocionado presenciando su revoloteo difícilmente mantenido en el aire, su infinito esfuerzo para a la vez golpear el vidrio con el pico. Tocaba como los humanos llamamos a una puerta cuando tenemos urgencia. Qué hace, me decía, qué pretende. Descansaba unos segundos en la rama más próxima y seguía picoteando con una tozudez impropia de un animal tan pequeñito y poco evolucionado. Qué querrá, me preguntaba cada vez más perplejo. No estaba asustado, pero sí inquieto y sobrecogido. Esto qué es.
Reaccioné, puse un
platito con semillas y agua encima de la mesa camilla que hay bajo el ventanal,
cogí la cámara de fotos, me senté y abrí la ventana a la que llamaba con tanto
apremio. Observó esta operación desde el árbol y después de ¿pensárselo? unos
instantes, entró y se posó sobre un móvil metálico que cuelga del techo
perpendicularmente sobre el centro de la mesa, justo encima de la comida, a
escaso medio metro de mi cara. Estaba alucinado, en shock, no podía creer que aquello me estuviera pasando a mí.
Le hice fotos, por eso
sé que sucedió, la fecha y la hora exacta. Revoleteó por el salón y volvió a posarse en
el colgante de hierro y a mirarme con rápidos giros de la cabeza, nervioso, como
si quisiera decirme algo. Me levanté para fotografiarlo desde otra perspectiva
y él aprovechó para bajarse al quicio de la ventana. Me acerqué e hice un gesto
como para cogerlo. Tuve la mano muy cerca y hubiera podido, pero me daba
repelús. Salió y se volvió a la rama.
Fui a trabajar y le dejé
la ventana abierta. Cuando volví por la tarde observé que había comido, bebido
y dejado una hez testimonial. Nunca volví a verlo. Conservo en mi ordenador las
tres fotos de ese día, pero entiendo que no son pruebas más fehacientes que el
relato que acabas de leer. Has de ser tú quien concluya su verosimilitud y su
sentido.
Si es que lo tiene.
Gracias Antonio relato delicado
ResponderEliminarMuy tierno este relato, muchas gracias 😘
ResponderEliminarPrecioso relato de una entrañable historia, tratada con la exquisitez y delicadeza que te caracteriza. Siempre es un placer leerte y escucharte. Un abrazo y esperando lo próximo.
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