DE AQUELLOS BARROS
14/12/20.
DE AQUELLOS BARROS
Tenía la rara habilidad de ponerme
la cabeza como un balón azul, de esos que anuncian una marca de cremas para el
cuerpo. Cada mañana llegaba a la oficina y me contaba sin pudor detalles íntimos
de su relación matrimonial que me sobrecogían. Su aspecto se fue deteriorando
progresivamente durante los interminables meses que duró la pesadilla, tenía la
mala cara típica de las personas que padecen insomnio o duermen poco y mal. Desaliñada, avinagrada, me arrinconaba a primera hora y me contaba las desagradables
novedades de la noche anterior.
Anoche llegó más borracho y tarde
que de costumbre. Enciende las luces del salón sabiendo que duermo en el sofá,
pone la música a todo volumen, si le recuerdo que los niños duermen, me dice
que le da igual y si protesto o digo de llamar a la policía, amenaza con
pegarme o irse otra vez…
Por suerte, yo ya venía de vuelta de
varias experiencias y había aprendido a no tomar partido en estos desencuentros de
pareja. Más joven, había metido la pata poniéndome de parte del primero que me
contaba su versión de esas dolorosas interioridades de alcoba. Así que con
aquella compañera de trabajo procuraba mantener una cierta neutralidad,
intercalando gestos compungidos y solidarios con caras de póker, sin
llegar a verbalizar nunca lo que sabía que yo pensaba y ella quería oír, porque pese a su manifiesto victimismo yo no la sentía clara, más bien interesada y taimada. Gracias a Dios. Ahora en la distancia, reconozco que abusaba de mi timidez y de
mi bondad, que descargaba en mí su mala conciencia y su cobardía.
Por fin una mañana llegó radiante,
con una sonrisa de oreja a oreja, me echó el brazo por el hombro y con tono
confidencial me susurró al oído:
-¡Qué
polvazo echamos anoche!
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