LA FRAGUA
07/05/20.
LA FRAGUA
Mi abuelo era herrero en un pequeño
pueblo de la serranía, junto al río. Lo vi pocas veces, pero lo recuerdo con
mucho cariño. Era moreno, bajito, fuerte, con un especial sentido del humor. Me
gustan las visitas por el gustito que dan… cuando se van, decía. O, esta es mi
casa, este es mi hogar, aquí peer, aquí cagar. Mi madre creía que era su
favorita: a mi padre cuando me ve, se le alegran las pajarillas. Por eso me
puso su nombre.
La fragua cerraba el patio con pozo
de la vivienda familiar. Allí herraba bestias, arreglaba herramientas o verjas
o soldaba vasijas con estaño. Me fascinaba verlo herrar un caballo. Primero le
quitaba las herrajes viejos, le cortaba
las uñas crecidas y las limaba. Preparado el casco, tomaba medidas y preparaba
la herradura en la fragua. Soplaba con el fuelle hasta ponerla incandescente y
con la ayuda de las tenazas y el martillo, en el yunque, le adaptaba la forma a
la pezuña del animal. Con maña y oficio, se metía los clavos en la boca, con la
mano izquierda cogía y apoyaba entre su
cadera y su muslo la pata doblada del équido, liberaba esa mano y
sujetaba la herradura y el clavo sobre el casco. Con la mano derecha lo
clavaba con el martillo.
Con la fresquita me llevaba de la
mano a su huerto. Atravesábamos las calles y orgulloso respondía a los piropos
de las vecinas. Sí, sí, mi nieto, de mi hija menor. Una a una, me mostraba
didácticamente las verduras y frutas. Atando una lata vacía de leche condensada
con una cuerda de pita al extremo más ancho de una caña, había construido un
artilugio con el que cogía los frutos inalcanzables de la chumbera. Con un
golpe de muñeca tiraba el chumbo al suelo, lo pateaba en la tierra -no se puede
coger antes porque tiene espinas-, lo cogía entre sus dedos índice y
pulgar, le hacía tres precisos cortes
con su albaceteña, lo abría como un libro y me lo ofrecía.
Relativamente joven, en esos tiempos
en los que el médico te mandaba a la capital cuando ya no tenías remedio, mi
abuelo vino a la capital.
Regalo de domingo. Cuanto amor
ResponderEliminarprecioso relato del abuelo , yo por desgracia no conoci , me ha emocionado mucho , me recuerda a mi padre que continuo en su en la fragua , este escrito lo guardare como un tesoro ,gracias Antonio ..
ResponderEliminarEl "herrador", alguno tiene que quedar...
ResponderEliminarCongoja sufría, de pequeño, por el dolor que, en las aoacibles bestias, producirían esos clavos provenientes de la boca del herrero y machacados con ahínco a martillazos. Más tarde supe del nulo sufrimiento del animal. Más bien, al contrario. ¡Qué tranquilidad!
ResponderEliminarAntonio, como siempre un bonito e impecable relato que se ha hecho imprescindible los domingos. Tocas a los abuelos, esos magos con capacidad de crear recuerdos inolvidables para sus nietos y esa profesión de herrador, siempre calificada como digna, laboriosa y muy respetada.
ResponderEliminarUn abrazo y esperando el siguiente.