EL PROGRESO



FACTORY MUEBLES - Estrevez de chimenea de hierro, color negro ...
                                                                                                                                                                             15/05/20.
EL PROGRESO

            Desde que empecé a andar hasta la adolescencia, mis padres me enviaban con mis padrinos cuando terminaba el curso. Fueron mis vacaciones más felices. La familia de mi madrina tenía una finca a orillas del río que vertebra la serranía, un naranjal rodeado de un  surtido de árboles frutales que lo delimitaban. Almendros, ciruelos, manzanos, perales, caquis o membrillos formaban la linde.
            En el cortijo no había ni electricidad ni agua corriente, los quinqués de petróleo y el pozo del porche satisfacían las necesidades de luz y agua. Junto a la vivienda estaba la cuadra con una pareja de mulos y un burro, separada por un muro de la pocilga con casi un centenar de cerdos. En la planta de arriba estaba el pajar. Allí vivían los caseros y su hijo, de mi edad, que era el porquero.
            Siempre había una cuadrilla de temporeros, coincidía con ellos solo en la comida de medio día. La madre de mi madrina cocinaba sentada en una silla de nea, junto a una candela de leña sobre la que había un perolón apoyado en unas estreves. Comíamos en dos mesas separadas, la familiar y la de los trabajadores. Me encantaba comer en la de los jornaleros, que no tenían platos, sólo una gran bandeja en el centro de la que picábamos todos.
            Vivíamos de sol a sol. Mi amigo porquero y yo disfrutábamos con intensidad cada día. Amasábamos el barro que se formaba alrededor del pozo y modelábamos figuritas que el horno del pan se encargaba de destruir. No importaba. Fabricábamos sofisticados coches con corchas redondeadas y cañas cortadas con nuestras navajas en el cañaveral aledaño y hacíamos carreras con ellos. O construíamos barcos de vela con corcho y retales que competían arroyo abajo. A mediodía, baño refrescante en la poza del río. Al atardecer, cogíamos los canastos de mimbre y buscábamos en los ponederos los huevos que las gallinas ponían fuera del corral. Con la fresquita, comíamos las frutas de los árboles o robábamos los melones y sandías que nuestros vecinos guardaban celosamente, protegidos del sol.
            El año de mi primera comunión fue el de la peste porcina y estaba prohibido sacar los guarros de la zahúrda. Pero la economía no estaba para mantenerlos a pienso, así que, sincronizados por una telepatía misteriosa y cómplice, mi amigo y yo nos despertábamos al alba, llevábamos la piara al monte y para cuando pasaba la pareja de la guardia civil, los animales estaban encerrados y comidos.
              La última vez que fui no estaban ni mi amigo, ni su familia ni los labriegos, me dijeron que habían emigrado al extranjero o a la costa, a buscar trabajo. Solo un enorme tractor verde y el tractorista. La casa ya tenía luz eléctrica y agua corriente.
            Pero no era tan divertida.

Comentarios

  1. Y es que el "pro"greso arrolla los encantos. ¿Habrá "re"greso?

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  2. Un viaje al pasado, precioso el como detallas toda la jornada!
    Un poco de envidia si me da la verdad, el ver que con poco se disfrutaba más y existía mas generosidad. . Aiiii

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  3. Así se disfrutaba del verano, me has hecho revivir recuerdos de la infancia y vivir esta historia como si allí estuviera. Gracias

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