EL PROGRESO
EL PROGRESO
Desde que empecé a andar hasta la
adolescencia, mis padres me enviaban con mis padrinos cuando terminaba el
curso. Fueron mis vacaciones más felices. La familia de mi madrina tenía una
finca a orillas del río que vertebra la serranía, un naranjal rodeado de un surtido de árboles frutales que lo
delimitaban. Almendros, ciruelos, manzanos, perales, caquis o membrillos
formaban la linde.
En el cortijo no había ni
electricidad ni agua corriente, los quinqués de petróleo y el pozo del porche
satisfacían las necesidades de luz y agua. Junto a la vivienda estaba la cuadra
con una pareja de mulos y un burro, separada por un muro de la pocilga con casi
un centenar de cerdos. En la planta de arriba estaba el pajar. Allí vivían los
caseros y su hijo, de mi edad, que era el porquero.
Siempre había una cuadrilla de temporeros,
coincidía con ellos solo en la comida de medio día. La madre de mi madrina
cocinaba sentada en una silla de nea, junto a una candela de leña sobre la que
había un perolón apoyado en unas estreves. Comíamos en dos mesas separadas, la
familiar y la de los trabajadores. Me encantaba comer en la de los jornaleros, que
no tenían platos, sólo una gran bandeja en el centro de la que picábamos todos.
Vivíamos de sol a sol. Mi amigo porquero
y yo disfrutábamos con intensidad cada día. Amasábamos el barro que se formaba
alrededor del pozo y modelábamos figuritas que el horno del pan se encargaba de
destruir. No importaba. Fabricábamos sofisticados coches con corchas redondeadas y cañas cortadas con
nuestras navajas en el cañaveral aledaño y hacíamos carreras con ellos. O
construíamos barcos de vela con corcho y retales que competían arroyo abajo. A
mediodía, baño refrescante en la poza del río. Al atardecer, cogíamos los
canastos de mimbre y buscábamos en los ponederos los huevos que las gallinas
ponían fuera del corral. Con la fresquita, comíamos las frutas de los árboles o
robábamos los melones y sandías que nuestros vecinos guardaban celosamente, protegidos
del sol.
El año de mi primera comunión fue el
de la peste porcina y estaba prohibido sacar los guarros de la zahúrda. Pero la
economía no estaba para mantenerlos a pienso, así que, sincronizados por una
telepatía misteriosa y cómplice, mi amigo y yo nos despertábamos al alba,
llevábamos la piara al monte y para cuando pasaba la pareja de la guardia
civil, los animales estaban encerrados y comidos.
La última vez que fui no estaban
ni mi amigo, ni su familia ni los labriegos, me dijeron que habían emigrado al
extranjero o a la costa, a buscar trabajo. Solo un enorme tractor verde y el
tractorista. La casa ya tenía luz eléctrica y agua corriente.
Pero no era tan divertida.
Y es que el "pro"greso arrolla los encantos. ¿Habrá "re"greso?
ResponderEliminarUn viaje al pasado, precioso el como detallas toda la jornada!
ResponderEliminarUn poco de envidia si me da la verdad, el ver que con poco se disfrutaba más y existía mas generosidad. . Aiiii
Así se disfrutaba del verano, me has hecho revivir recuerdos de la infancia y vivir esta historia como si allí estuviera. Gracias
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