EL SUEÑO AMERICANO


                                                                                                                                             O4/11/15

EL SUEÑO AMERICANO                     

                        Era lo que parecía: un seductor nato. Vivía para conquistar y seducir. Camisa celeste remangada con dos botones desabrochados en el cuello, pantalón gris con raya, zapatos de piel negros, todo impecable. Bronceado, pelo rubio apagado con un corte corto  y el cuerpo trabajado en el gimnasio, pero sin exagerar. Diría que aquel cirujano de origen libanés era un cincuentón que tenía un atractivo varonil a caballo entre el Harrison Ford del último Indiana Jones y el Mickey Rourke de Nueve semanas y media. Un guaperas con piquito de oro, jovial, simpático, agradable… lo que mi amiga Maribel llamaría un maduri interesante, elegante pero informal.

                        Ya Robert me había puesto en antecedentes en el taxi. Que era una persona muy especial, divertida, que llevaba casi dos años de baja en el hospital, con una extraña dolencia en la espalda que no le impedía jugar al golf, ligar a destajo, ni acudir con cierta asiduidad a los casinos de Denver. Nos recibió en el porche de su mansión, que tenía una apariencia externa clásica. Sin embargo, nada más entrar, se percibía como una casa muy moderna. Calculadamente moderna.

                        Toda la planta baja era diáfana. A la derecha, una cocina con barra americana separada del resto sólo por una chimenea espectacular que colgaba del techo. Pocos muebles pero de alta calidad y mejor diseño y algunos cuadros en las paredes, de un gusto exquisito. Al fondo, la puerta que comunicaba con el extenso y cuidadísimo jardín. Todo en su sitio, todo impoluto, todo parecía a estrenar.

                        Nos puso una copa y nos enseñó su casa. Bajamos al sótano, que era bastante sencillo. Aparatos y máquinas para muscularse esparcidos por la habitación y  una bodega junto a la pared con magníficos vinos californianos, franceses, italianos y españoles. Subimos a la planta de arriba y también era diáfana, nada de muros, apenas muebles. El techo, como el tejado, a dos aguas: una parte de obra y la otra de cristal transparente. La habitación completa era de un tono celeste grisáceo, muy bonito y acogedor. Del centro del techo colgaba una enorme pantalla móvil de televisión que era lo único que ayudaba a crear dos espacios. A un lado, la bañera. En la otra parte, una cama XXL pegada a la pared bajo el techo de cristal abuhardillado. Cuando me acerqué, le dio a un mando a distancia y para mi sorpresa, la cama empezó a contornearse de una forma extraña y provocadora. Intercambiamos unas risas y una mirada cómplice. ¡Vaya picadero que te tienes aquí montado!

                        Además, era buen cocinero. Nos había preparado para picar algo, humus de garbanzos y una ensalada genial que como desde entonces: mangos, cebollinos, cilantro, zumo de lima, aceite de oliva y sal. Mientras charlaban, me di una vuelta por el salón para ver de cerca los cuadros. Había uno magnífico de la época sepia de Robert, unas mujeres agachadas recogiendo algodón en una plantación. Por participar de la conversación y marcarme yo también algún farol, le dije a Robert que le preguntara si lo vendía y por cuánto.

                        La respuesta del médico fue larga y al final giró varias veces en el aire su dedo índice de la mano derecha haciendo círculos concéntricos y los dos estallaron en una sonora carcajada que incluía  golpes en la mesa con los puños. Reían y reían hasta las lágrimas. Intrigado, le pregunté a mi amigo qué le había respondido el anfitrión. “Ha dicho que yo ya tengo una edad en la que estoy en uno de esos remolinos que se forman en una bañera cuando se quita el tapón del desagüe y que pronto me iré por el sumidero: entonces el cuadro valdrá mucho más”. Aquella muestra de humor negro me pareció excesiva, pero Robert estaba muerto de risa.

                        Nos fuimos para el restaurante donde teníamos la mesa reservada para la cena y a la salida de la casa, me echó el brazo por encima y señalando me dijo: -Ese Mercedes rojo descapotable, lo gané anoche en una partida de póker.

                        ¡Qué cabronazo!, pensé.

                       

                         

 

                         

 

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