EL SUEÑO AMERICANO
EL SUEÑO AMERICANO
Era
lo que parecía: un seductor nato. Vivía para conquistar y seducir. Camisa
celeste remangada con dos botones desabrochados en el cuello, pantalón gris con
raya, zapatos de piel negros, todo impecable. Bronceado, pelo rubio apagado con
un corte corto y el cuerpo trabajado en
el gimnasio, pero sin exagerar. Diría que aquel cirujano de origen libanés era un
cincuentón que tenía un atractivo varonil a caballo entre el Harrison Ford del
último Indiana Jones y el Mickey Rourke de Nueve semanas y media. Un guaperas
con piquito de oro, jovial, simpático, agradable… lo que mi amiga Maribel llamaría
un maduri interesante, elegante pero informal.
Ya
Robert me había puesto en antecedentes en el taxi. Que era una persona muy
especial, divertida, que llevaba casi dos años de baja en el hospital, con una
extraña dolencia en la espalda que no le impedía jugar al golf, ligar a destajo,
ni acudir con cierta asiduidad a los casinos de Denver. Nos recibió en el
porche de su mansión, que tenía una apariencia externa clásica. Sin embargo,
nada más entrar, se percibía como una casa muy moderna. Calculadamente moderna.
Toda
la planta baja era diáfana. A la derecha, una cocina con barra americana
separada del resto sólo por una chimenea espectacular que colgaba del techo.
Pocos muebles pero de alta calidad y mejor diseño y algunos cuadros en las
paredes, de un gusto exquisito. Al fondo, la puerta que comunicaba con el
extenso y cuidadísimo jardín. Todo en su sitio, todo impoluto, todo parecía a
estrenar.
Nos
puso una copa y nos enseñó su casa. Bajamos al sótano, que era bastante
sencillo. Aparatos y máquinas para muscularse esparcidos por la habitación
y una bodega junto a la pared con
magníficos vinos californianos, franceses, italianos y españoles. Subimos a la
planta de arriba y también era diáfana, nada de muros, apenas muebles. El techo,
como el tejado, a dos aguas: una parte de obra y la otra de cristal
transparente. La habitación completa era de un tono celeste grisáceo, muy
bonito y acogedor. Del centro del techo colgaba una enorme pantalla móvil de
televisión que era lo único que ayudaba a crear dos espacios. A un lado, la
bañera. En la otra parte, una cama XXL pegada a la pared bajo el techo de
cristal abuhardillado. Cuando me acerqué, le dio a un mando a distancia y para
mi sorpresa, la cama empezó a contornearse de una forma extraña y provocadora.
Intercambiamos unas risas y una mirada cómplice. ¡Vaya picadero que te tienes
aquí montado!
Además,
era buen cocinero. Nos había preparado para picar algo, humus de garbanzos y
una ensalada genial que como desde entonces: mangos, cebollinos, cilantro, zumo
de lima, aceite de oliva y sal. Mientras charlaban, me di una vuelta por el
salón para ver de cerca los cuadros. Había uno magnífico de la época sepia de
Robert, unas mujeres agachadas recogiendo algodón en una plantación. Por
participar de la conversación y marcarme yo también algún farol, le dije a
Robert que le preguntara si lo vendía y por cuánto.
La
respuesta del médico fue larga y al final giró varias veces en el aire su dedo
índice de la mano derecha haciendo círculos concéntricos y los dos estallaron
en una sonora carcajada que incluía golpes
en la mesa con los puños. Reían y reían hasta las lágrimas. Intrigado, le
pregunté a mi amigo qué le había respondido el anfitrión. “Ha dicho que yo ya
tengo una edad en la que estoy en uno de esos remolinos que se forman en una
bañera cuando se quita el tapón del desagüe y que pronto me iré por el sumidero:
entonces el cuadro valdrá mucho más”. Aquella muestra de humor negro me pareció
excesiva, pero Robert estaba muerto de risa.
Nos
fuimos para el restaurante donde teníamos la mesa reservada para la cena y a la
salida de la casa, me echó el brazo por encima y señalando me dijo: -Ese Mercedes
rojo descapotable, lo gané anoche en una partida de póker.
¡Qué
cabronazo!, pensé.
Antonio, Me falta el siguiente capítulo,,😃, la cena
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